Entre los argumentos a favor de las reformas estructurales
emprendidas por México desde fines de los
ochenta, estaba el hecho de que el modelo de industrialización
orientado hacia el mercado interno no
contribuía a la generación de empleos al ritmo que el
país lo requería. Esto se explicaba porque la estructura
productiva no se adecuaba a una economía en la
que el trabajo es el factor relativamente abundante.
Por una parte, las políticas cambiaria y monetaria,
orientadas a estimular la industrialización, derivaban
en el incremento de la intensidad de capital mientras
que, por la otra, el considerar a la agricultura como el
sector fundamental para aportar recursos para la
industrialización, derivó en políticas que obstaculizaron
el crecimiento de este sector, el que se caracteriza
por una intensidad laboral relativamente
elevada. Adicionalmente, dado que en el plano social
y político este modelo de desarrollo tuvo como
una de sus bases a los trabajadores, se impulsó la
generación de instituciones y políticas laborales que
contraían la demanda de trabajo, entre las cuales se
puede mencionar los sistemas de seguridad social y
las normas protectoras del empleo, que incrementan
los costos no salariales del trabajo, la política de
salario mínimo y el impulso a la organización
de sindicatos